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60     LAS MERIENDAS

a primera imagen o recuerdo que tengo de mí es sentado en el poyuelo de la puerta de mi casa, en la calle de la Reina, comiéndome un plátano para merendar. Debía tener poco más dos años, y al parecer era un dengue de mucho cuidado y únicamente era eso lo que me gustaba, fruta entonces casi exótica que sólo vendía La Pata Galana en la Plaza.

Luego vino el colegio, y nada más llegar a casa por la tarde, lo primero era merendar con un buen trozo de pan, y con él en la mano o después, nos faltaba tiempo, hiciera frío o calor, para salir corriendo a la calle a jugar.


Nos faltaba tiempo para salir a la calle

Y es que el pan, a diferencia de las modas o costumbres actuales que han traído una bajada en su consumo, antes era fundamental. Todo era a base de pan; se saciaba el hambre —ahí está la diferencia: ahora se sacia el apetito— con pan. Se comía siempre con un buen trozo de pan en las manos —hay que panear tal o cual cosa, se decía—. Y las meriendas de los chicos eran con abundante pan: grandes rebanadas con arrope, el clásico pan con una onza de chocolate (de Los Glotones —fabricado en Criptana—, de Josefillo, del Cristo de Villajos, Clavileño...) o enormes catas de tomate, de pimienta, de aceite y hasta de vino.


Pan con chocolate
Lo clásico de las meriendas era el pan con chocolate

El chocolate de Los Glotones, junto con otras marcas como Pablito y Alfonsito, los elaboraba Pablo Fernández en la calle de la Virgen, en el local donde luego tuvo Juandela su tienda de chucherías. Los distribuía por toda la provincia y los vendía especialmente en su tienda de comestibles de la calle de la Paloma, esquina a la del Convento.


Fábrica de chocolate Los Glotones
Fábrica de chocolate Los Glotones de Pablo Fernández


Chocolate Los Glotones
Chocolate Los Glotones de Pablo Fernández

Otra fábrica de galletas, productos dietéticos y chocolate en Criptana fue la de Pablete Escribano, en la hoy Avda. de Juan Carlos I, en una especie de chalet ya desaparecido frente al Parque. Tenía también tienda en la calle del Cardenal Monescillo.

Este chocolate de Pablete es el que compraba mi abuela Venancia. Cuando íbamos a su casa, a veces nos daba de merendar a los nietos una onza con un buen trozo de pan de barra, unas barras grandes con la corteza muy brillante que no eran muy corrientes por aquellos años en el pueblo. Era un chocolate muy terroso, pero me encantaba. Si acaso algún día se encontraba más espléndida, sustituía el chocolate por unas rodajas de salchichón que, según ella, era del mejor. Sin ninguna duda, porque su olor y sabor, junto con el del chocolate aún permanecen gratamente en mi recuerdo. Imposible olvidarlos.


Rodajas de salchichón

Pero mi abuela tenía otra especialidad. Muchas veces la encontrábamos sentada en la cocina, junto a la chimenea de fuego bajo, y con una sartén de aceite dispuesta en las brasas. Y aunque no fuera hora de merendar, nos regalaba con un picatoste de aquellas barras tan enormes, pinchado en un sarmiento para que no nos quemáramos. Como si fuera un caramelo, una piruleta.


Picatoste pinchado con un sarmiento
Las "piruletas" de picatoste de mi abuela Venancia

"Chocolate Josefillo, / corre, corre que te pillo": decía una cancioncilla infantil, o tal vez fuera un eslogan de propaganda que quedó en nuestro subconsciente. Tal es la fama de este chocolate fabricado en Quintanar de la Orden. "Si quieres que me esté quieto dame chocolate Nieto": anunciaba uno más. E igualmente de Quintanar, el chocolate Dulcinea.


Chocolate Josefillo

Chocolates Nieto y Dulcinea...

Otro, el del Cristo de Villajos, de los Hermanos López Lloret de Villajoyosa (Alicante). El porqué de este nombre parece ser que se debe a que uno de los hermanos López Lloret tenía dos hijos trabajando en Criptana, uno como jefe de Correos y otro como maestro, y después de una estancia en el pueblo, visitándolos, de regreso pasó por la ermita del Cristo y entró para pedir por la favorable resolución de un juicio que tenía pendiente, como así fue. Agradecido, puso a uno de sus chocolates el nombre de nuestro Patrón.

Sobre este tema también se cuenta que Manuel Muñoz Lucas El Caudillo, que vivía en la calle de la Reina, representante por la zona de los chocolates de la familia López Lloret, ante el gran volumen que realizaba de ventas, le concedieron en agradecimiento y reconocimiento que pusiera nombre a un nuevo tipo de chocolate próximo a salir al mercado, y el de Cristo de Villajos fue el elegido. Y es posible que incluso ambas historias sean verdaderas y se solapen. O incluso algo tuviera que ver la afinidad con el nombre de Villajoyosa.


Chocolate Cristo de Villajos
Media libra de chocolate Cristo de Villajos

Para los no iniciados, una onza de chocolate (cada uno de los ocho cuadraditos o porciones que componían una tableta) pesaba 28,755 gramos. La tableta o pastilla era por tanto media libra Una libra de chocolate (dos tabletas) equivale a algo menos de medio kilo, 460,08 gramos exactamente. Esto era antes; ahora hay diversidad de pesos, pero se conservan los nombres antiguos.

A los chicos de entonces, alguna vez nos daban el capricho de comprarnos una chocolatina Cvylca, de la casa Matías López, y a ello contribuyó sobremanera la radionovela Diego Valor, el héroe del espacio, en donde los personajes las consumían constantemente en un claro ejemplo de publicidad encubierta. Diego Valor luchaba contra las fuerzas del Mal y extendía sus correrías por todo el sistema solar, algo que no le debía de resultar demasiado complicado dado que la capital de la Tierra era Madrid, y su astródromo interplanetario estaba situado tan sólo a treinta kilómetros de ella, en la ciudad de Alcalá de Henares. Se emitió en la SER desde finales de 1953 hasta junio de 1958 a las siete y cuarto de la tarde. Y su popularidad aumentó cuando además se editaron tebeos, eso sí, con un formato raro, a menudo defectuosamente guillotinado y con un papel de pésima calidad.


Tebeo de Diego Valor

Algunas veces el pan simple se sustituía por una torta: del Caballista, que tenía el horno al final de la calle de Santa Ana, o del Gato, que pasaba por las calles (él o sus hijos) con una cesta en la bicicleta.


Tortas del Caballista y del Gato
Tortas del Cabalista y del Gato

Los cromos eran un valor añadido al chocolate. No había marca que no los incorporase en el interior de las tabletas. Coleccionarlos en aquellos años resultaba tan apasionante como imposible completar el álbum. Siempre había un cromo difícil, un cromo que casi nunca salía. Los "repes" se acumulaban y se intercambiaban con otros coleccionistas. Al que poseía alguno de esos difíciles, había que entregarle un buen número de cromos en buen estado a cambio y, en algunas ocasiones, hasta dinero.


Chocolate Alfonsito

Los cromos del chocolate
Colecciones de cromos de chocolate Los Glotones

Cromos del chocolate
Álbum de cromos del chocolate Cristo de Villajos

Pero si el pan con chocolate era lo más socorrido para las meriendas, el máximo de la sofisticación lo constituían las catas. Y para las catas eran necesarios los panes de antes, de pueblo, redondos, y cortar una buena orilla. El procedimiento consistía en quitar con cuidado parte de la miga (hacer una cata), como una especie de sopón, de barquillón, sin romperlo, que después servía de tapadera una vez hecho el relleno. Y según el relleno, las distintas catas. La de pimienta (de pimentón, claro) —exquisita— se hace empapando generosamente el interior de la cata con aceite, restregando con pimentón y con la ayuda de una navaja las paredes y el fondo, incorporando cebolla (mejor cebolleta) finamente cortada y su pizca de sal, removiendo y tapando con el sopón, que también ha de quedar empapado. ¡Buen provecho!

Si no se tiene el pan apropiado, los picos de una barra también valen. Y si se quieren preparar "catas de diseño", se pueden emplear pequeñas barritas (las "pulguitas"), molletes o incluso tartaletas. Y no es ninguna locura hacerse un sándwich de pimienta.

Las catas de tomate (en trozos pequeños o natural de bote) llevan también como ingredientes aceite, cebolla y sal. Y si la queremos más sabrosa, escabeche o, a falta de éste, unas hebras de bacalao. Como un mojete.


Catas de pimienta y de tomate
Catas de pimienta y de tomate

La cata o simplemente una rebanada de pan untada en aceite y con azúcar o sal era otra de las meriendas estrellas de la posguerra. Y no iba a la zaga (hoy casi meterían en la cárcel a los padres) la de vino, que sólo admitía el azúcar como añadido. Una variante eran los picatostes remojados en vino y espolvoreados asimismo con azúcar. Se tomaban más bien para cenar. En los días fríos de invierno se iba uno la mar de "caliente" a la cama.


Pan con aceite y picatostes
Pan con aceite y picatostes

La rebanada de pan untada con arrope era muy típica en Criptana. Ahora seguro que hay niños o incluso jóvenes que desconocen su existencia, acostumbrados a merendar con tantos tipos de insana bollería industrial, que para colmo a veces desprecian y rechazan porque no son de las marcas que anuncian en la televisión.

El arrope es el producto de la cocción del mosto hasta espesar. Antes se le echan unos tizones encendidos para que aclare, que se retiran al día siguiente, se cuela y se pone a cocer a fuego lento, moviéndolo de vez en cuando hasta que va evaporando y se reduce a la tercera parte. Previamente en agua de cal pondremos trozos de melón y/o calabaza para que encallen, para que se endurezcan, y bien lavados, junto con una monda de naranja seca, se incorporan al mosto cuando falta poco para terminar la cocción. El resultado es un jarabe muy dulce de consistencia espesa.

Una variante es el mostillo, que es plato de cuchara. Se deslíe harina en arrope (unas cinco cucharadas soperas por cada medio litro). Se pone a cocer en agua anís en grano y corteza de naranja y se añade en frío al arrope. Se calienta y se mueve hasta que se forme una papilla. Se pone en platos hondos con algunas almendras o piñones. Otra variante es hacerlo muy espeso, de tal manera que se solidifique cuando se enfría, como una especie de tocino de cielo.


Arrope y Mostillo
Arrope y mostillo


Arrope
Haciendo Arrope

Como se ve, a los chicos entonces nos iba lo dulce; éramos muy "galgos". Y nada mejor que una rebanada de pan untada con leche condensada. A los botes se les hacía dos agujeros, uno para que cayera la leche y el otro para que entrara aire, pero que servían, si nuestras madres no tenían cuidado y los escondían, para que chupando y sorbiendo por ellos les pegáramos un buen tiento y los dejáramos temblando. Y mucho más dulce, casi empalagosa, estaba la leche condensada si se cocía el bote al baño maría. Se espesaba y se tornaba de un color miel.


Pan con leche condensada
Pan con leche condensada

Pero también nos gustaba lo salado, y, volviendo a los de los sabores y olores que uno recuerda de la niñez, no puedo dejar de mencionar las sardinas de cuba, las que siempre en Criptana hemos llamado "sardinas salás". Mi madre las arreglaba y limpiaba (se aplastaban liadas en papel de estraza entre una puerta y el marco para que la piel se desprendiera), y pedacito a pedacito, con su correspondiente trozo de pan, lograba (ya he comentado que de muy pequeño era un dengue) que abriera la boca recurriendo si era necesario a eso de "que viene un avión, que viene un avión".


Sardinas salás
Sardinas salás

Para bocadillos, el mejor pan era el de los panecillos de tipo francés que entonces se hacían en Criptana. Y el de jamón a la cabeza, cuando lo había, claro, de las matanzas de entonces, curado en casa con todo el cuidado del mundo para que no lo picara la moscarda y se estropeara. No era ibérico, que entonces no sabíamos ni que existía, pero tenían un sabor especial que ya no he vuelto a saborear.

Mi madre también nos hacia bocadillos con unos chorizos asturianos, ahumados, muy pringosos, que venían en botes grandes de unos diez o más kilos y vendían por suelto. Chorizos La Carmina. Eran vistos y no vistos.

¡Y los de foagrás! (entonces lo llamábamos así; aunque no fuera auténtico, sólo paté), de unas latas muy pequeñas de marca Mina, que sólo servían para un bocadillo (bien cumplido) y con un sabor que ya no tienen las actuales. ¡Qué placer!


Las meriendas

No me puedo olvidar de los bocadillos de calamares con los panecillos de marras del Casino Primitivo, regentado en la repostería en aquel tiempo por los Cabañero: Sinesio, Pepe y Luis. Los calamares fritos los hacían insuperables, con un rebozado ligerísimo a base de muy poca harina con sifón, tiernos y crujientes a la vez, con un olor color y sabor característicos, y que todos los bares de Criptana imitan. Mi amigo Santi (Santiago Sánchez Manjavacas), como entraba gratis al cine (su padre, director de la biblioteca Alonso Quijano y profesor en el Teresiano, pertenecía a la Junta de Censura) empleaba su dinero los domingos para darnos envidia comprándose un bocata. Decía "que era un placer sólo reservado a los dioses".


Bocadillo de calamares del Casino Primitivo

Imposible no citar el complemento alimenticio que a los colegiales españoles supuso por los años cincuenta la ayuda americana, coincidiendo con el establecimiento de relaciones bilaterales con los Estados Unidos.

"Todos tendréis que traer por las mañanas un vaso grande para echar la leche —se anunciaba en las escuelas—, cucharilla, azúcar y un bollito ó dos rebanadas de pan para ponerle mantequilla, y por las tardes una rebanada de pan para el queso. Los americanos son muy buenos con España y nos han enviado todo esto para que no pasemos hambre".

Realmente, esos productos habían estado vedados durante muchos años entre las capas sociales más necesitadas.


La ayuda americana
Leche en polvo, queso y mantequilla de la ayuda americana

La leche venía en polvo y era una rareza para muchos y un descubrimiento para casi todos. No se podía concebir que un líquido se transformase en polvo, pero lo cierto y verdad es que al diluirlo en agua tomaba la blancura de la leche, algo de su espesor y un sabor aproximado a la que salía del ordeñe de las vacas o las cabras. El queso, de un misterioso color amarillento, y la mantequilla venían en unas grandes latas cilíndricas. Y todo llevaba el emblema de la ayuda: dos manos estrechándose con el fondo de la bandera norteamericana